19 enero 2009

Capítulo 72

DIA DE PAGO

Como bien dijo mi madre un día... " mi hijo llegó empalmado ayer". Pobre, quería decir de empalmada. Ni que decir tiene que las miradas de los presentes fueron directas al paquete. 

-Acaso pensarían que permanecería todavía empalmado?.-

Bien, pues esta vez la verdad es que podía haber aparecido de empalmada, y empalmado.

-No descubriré nada.-

Así pues, tras una primera noche donde metí la pata como quien aparece en misa ajena, partimos a Donosti( barrio a las afueras de Pamplona con mar y barandao ).

Junto a mí, el pobre Carlos. ( vaya fin de semana le dí). Frente a mí, Jorge y Ana. ( también me sufrieron).

Las vistas no estaban mal; el barrio en cuestión tenía su gracia; con el mar, las gaviotas sobrevolando el azul de un cielo perfecto y hasta una montañita de nada en medio para poner un faro de esos que avisan a los barcos. Lo dicho, normalito pero coqueto, como yo- comparación perfecta-.

No recuerdo si reí o no.-Tampoco hablé mucho. Como buen conversador, creo recordar que callé y escuché, añadiento muy de vez en cuando una opinión más o menos acertada.

Tras unos breves aplausos por mis acertadas opiniones y a mi locuacidad casi divina, partimos a tomar una copa a lugar de escasa importancia; de techos altos y, parlantes de extraño idioma, me hice entender en lengua recién aprendida.

De vuelta, diciendo sin pena adiós a aquel curioso barrio de barandao blanco y paseo un tanto insulso, pues tan sólo mar se veía, llegamos a la vieja Pamplona, centro y bastión con kiosko precioso en medio de plaza sin igual.

Un breve paso por casa, hotel achampanado y bañera-según fuere el caso- llegamos a cenar. Para entonces y, por causas que todavía no acierto a entender, Carlos se había sentado en punta opuesta a mi asiento. Saludé en la distancia y me volví a preguntar la razón de ello.

La cena fue aburrida, muy aburrida. Anécdotas sin gracia de un Don Juan Franco sublime.

El corroncho, el i'm a salilor, el pareo...todas y cada una de ellas contadas sin pausa.

Mis lágrimas caían con la fuerza de un oleaje. De Carlos, nada sabía.

La camarera, incapaz de apuntar y escuchar a la vez-y menos responder- deseperó mi tranquilidad casi angelical.

Pagué de nuevo la cuenta y... marchamos.

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